La aceitunera
Durante los meses de septiembre y octubre se produce en Las Hurdes uno de los oficios tradicionales de mayor arraigo en toda la comarca: la recogida de la aceituna o comúnmente denominada “aceitunera” o “verdeo”. El olivar desde siempre ha servido de base para la economía de las gentes de Las Hurdes, un cultivo no nacido en la propia tierra, sino que se fue incorporando poco a poco al paisaje hurdano, quienes a lomos de sus caballerías, fueron trayendo de las cercanas localidades salmantinas, las “toconas” que posteriormente se sembrarán en los paredones que la propia gente ha labrado con su sudor.
Esta actividad del “verdeo”, que no es otra cosa que recoger la aceituna de mesa, es relativamente reciente, condicionado por la desaparición de los lagares destinados a la elaboración de aceite y porque la venta de esta aceituna de mesa reporta mayores beneficios económicos a las familias. Este hecho ha provocado, incluso, que la propia fisionomía del olivar haya cambiado. ¿Qué quiere decir esto?. Antiguamente, los olivos eran grandes porque se tenía la creencia de que daban mejores y mayores aceitunas para aceite y permitían un mejor “vareo”. Hoy en día es todo lo contrario. Se prefiere un olivo mucho más pequeño y frondoso, con tallos nuevos que aportan aceitunas de mayor peso, volumen y calidad.
Diciembre es el mes que toca para recoger una aceituna ya madura, oleaginosa, que se recoge del suelo entre los surcos terrosos de un perfecto arado. La jornada empieza con los primeros rayos del sol, cuando la escarcha recia de la noche comienza a derretirse. Llegados al huerto, cada miembro tiene una función: el hombre es el encargado del “vareo” del olivo, subiéndose él mismo como gato que alcanza el tejado; la mujer, en cambio, tiene dos funciones: una, preparar el fuego donde pondrá la comida a cocer a fuego lento, y la otra, la de “cogedora”, doblando el lomo y despellejándose las manos entre la tierra. Una vez que el hombre ha terminado de “varear”, también se pone a la tarea de recogida.
La cesta de mimbre es la fiel compañera de faena, que sirve para ir llenándola y vaciándola en los sacos de esparto. Acabado el día, se forma la carga con los sacos llenos de aceitunas, que son llevadas a los “cortijos” de la prensa, en donde cada vecino posee uno en propiedad. Estos “cortijos” son construcciones cuadrangulares, hechos de piedra, unidos unos con otros formando una especie de colmena rectangular. Están situados en los aledaños de los lagares y son en ellos donde depositan las aceitunas cogidas, en espera de ser molidas cuando la cosecha está completa. El tamaño de los cortijos varía según la cantidad de aceitunas de cada dueño. Las marcas de propiedad de los mismos no son necesarias, cada dueño sabe cual es el suyo. Algunos pueden tener alguna pizarra en donde se suele apuntar las sacas que se van vaciando en él, sirviendo para echar las cuentas de los kilos (“pisas”) y del aceite que se puede coger.
La prensa o lagar es el lugar destinado para la molienda de aceitunas, levantados en algunos casos por los propios vecinos del pueblo, grupos familiares o parroquias, ya que antiguamente, el clero disponía de grandes hacendades. Por lo general, son muchos los propietarios que tienen una parte en la citada prensa.
Ya metidos en la tarea, las aceitunas depositadas en los cortijos son llevadas al “molejón”, una piedra de granito en forma de cono (las hay también de forma circular) situada sobre una gran pilieta, también de granito. Estas grandes moles son movidas por un sistema de rotores y engranajes por la fuerza del agua, que a través de un sistema de canalización, discurre vertiginosamente produciendo el movimiento rotatorio necesario.
El jugo extraído es depositado en capazos o “capacetas” hechas de esparto, que servirán para que el fruto pueda ser prensado. La prensa consiste en un torno de madera (el huso) que tiene unas muecas en espiral. A este madero se la daba vueltas hasta que las capacetas suelten todo el jugo. En la medida que se va haciendo esto, se va vertiendo agua hirviendo sobre las mismas, sirviendo para el refinado del aceite, dejando los “alpechines” en el fondo y el aceite en la superficie. Los residuos (“carozos”) son reutilizados. Antiguamente, este alpechín era vaciado directamente al río, aspecto que hoy está perfectamente regulado con la implantación de sistemas de recogida (pozos ciegos, etc.).
La molienda podía durar varios meses. Los propietarios de la prensa eran los encargados de realizar la actividad, y cuando les tocaba su turno, se quedaban en el lagar hasta terminar la tarea. Del aceite extraído, cada vecino propietario de las aceitunas molidas pagaba una especie de tasa (es lo que se llama “aceite de maquilas”), que consistía en 1 cántaro de aceite por cada 10 extraídos. Todo el aceite que se maquilaba se depositaba en una cubeta grande, y una vez llena, se hacían las reparticiones según le tocase a cada dueño.
El aceite extraído se medía en cuartillas, medias cuartillas, cántaros, panillas, etc., cuando son cantidades pequeñas, y para las grandes mediciones, se emplea la “pisa”, que equivale a unos mil kilos de aceitunas aproximadamente.
Remontándonos a épocas muy pretéritas, y antes de que en Las Hurdes surgiesen las construcciones de las prensas, los hurdanos ya extraían su propio aceite de un modo un tanto rudimentario. El sistema era el siguiente: se introducían las aceitunas en sacos de lana y puestos en un trozo de tronco de castaño ahuecado denominado “batán”. En dicho “batán” se echaba aguar hirviendo y una o varias personas se montaban encima pisando el fruto hasta extraerle el aceite. Una vez pisada, todo el “mejunge” se recogía en una caldera que se dejaba reposar. El agua quedaba abajo y el aceite arriba, que se recogía con un puchero. El rendimiento por este método era escaso, laborioso y muy sacrificado.
El aceite de Las Hurdes se consideró en tiempos como un bien de excelente calidad, muy apreciado sobre todo, en las zonas castellanas de La Alberca y Tamames. Suponía para los hurdanos una buena base económica, puesto que se iban cargados con los pellejos de aceite a lomos de los mulos a dichas localidades vecinas a cambiarlos por harina o legumbres, o simplemente, sacaban dinero que invertían en otros lugares para ir ampliando la hacienda. Aún en épocas de prohibición, este comercio se siguió realizando (“de extraperlo”), y más de un hurdano se las ha ingeniado para huir de la Guardia Civil que rondaba por los caminos, o en caso contrario, se ha visto obligado a perder su carga de aceite y dejársela a los “civiles”. Anécdotas muchas se pueden contar en estos episodios. El aceite que no era vendido se quedaba en casa para consumo propio, depositado en tinajas de barro en las bodegas de las casas, conservando el preciado líquido. Anteriormente, se ha citado el modo de refinar el aceite. Este sistema daba un aceite muy fuerte, pero sin duda muy puro. Tal es así, que cuando se pone a calentar suelta una humareda que parece una chimenea.